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Para el estudioso portugués de gobiernos autoritarios, el bolsonarismo suma “nostalgia de la dictadura”, demagogia anticorrupción y “conexión con el mundo evangélico”

Entrevista
29 de julho de 2019
15:50
Este artigo tem mais de 4 ano
Idioma Español

Manuel Loff tenía 9 años cuando capitanes y soldado portugueses, cansados de ser mandados a África para una guerra sanguinaria contra los movimientos de liberación de las colonias, derrocó al régimen de António de Oliveira Salazar, que ya tenía 41 años ―las dictadura más longeva de Europa.

Hoy, a los 54 años, Loff es uno de los historiadores más respetados en Portugal cuando el asunto son regímenes autoritarios. Profesor asociado de la Universidad de Porto e investigador de la Universidad Nueva de Lisboa, él acompaña con atención y preocupación el crecimiento de la extrema derecha en el mundo. No duda en clasificar al gobierno de Jair Bolsonaro como representante del neofascismo.

“El discurso que tiene sobre los movimientos sociales y políticos que se le oponen, sobre las mujeres, las minorías étnicas, la familia, la nación, Occidente configura un neofascismo adaptado al Brasil del siglo XXI”, resume.

Usted estudia regímenes autoritarios hace más de 30 años. ¿Cuáles diferencias ve entre la extrema derecha del siglo pasado y la de ahora?

En primer lugar, es necesario decir que ya había extrema derecha antes del fascismo: desde el inicio del siglo XIX había una extrema derecha antiliberal y contrarrevolucionaria, pero era muy elitista.

La extrema derecha fascista, que es más moderna, nace a partir del fin de la Primera Guerra Mundial ―como nace la izquierda radical también. Después de 1945, hay un primer ciclo de la extrema derecha que, en gran parte de los países europeos, aunque presente, es ilegalizada. Por tanto, la extrema derecha de 1945 hasta 1968, más o menos, es de una generación que vivió la Segunda Guerra Mundial, vivió los regímenes fascistas italiano, alemán y los movimientos fascistas de toda Europa.

Después hay una segunda generación que es diferente de la anterior, que aprendió varias de las lecciones del pasado. Por ejemplo: abandonó el discurso abiertamente racista para pasar a un discurso culturalista. Desde la liberación de Auschwitz, en 1945, el racismo perdió un enorme espacio y, aunque esté presente, no puede ser asumido. Hoy, los racistas dicen que su incompatibilidad con las minorías es de naturaleza cultural.

¿La extrema derecha viene creciendo en poder e importancia desde los años setenta en el mundo?

La derrota del neofascismo fue una gran derrota de la cultura política de la derecha y significó más de lo que en cualquier momento político en la historia, un viraje a la izquierda del punto de vista social, de la cultura política y del triunfo de los valores de la izquierda en torno de la democracia y de una versión de la democracia que exigía una cierta distribución de la riqueza y del bienestar social. Tanto que la mayoría de los Estados capitalistas del Occidente “rico”, que se llamaba a sí mismo desarrollado, adoptaron esas políticas de naturaleza social.

Lo que vemos hoy es un ataque a toda lógica redistributiva de las políticas sociales. La primera versión de una extrema derecha con éxito en Europa fue en Escandinavia: antes de atacar la inmigración, se enfocó contra el Estado de bienestar social, por el peso de los impuestos.

Su primer blanco fueron los más pobres, diciendo que se estaba creando una clase de perezosos que no quieren trabajar, para después pasar a decir, con más éxito, que los inmigrantes venían para “mamar de la teta” del Estado de bienestar social.

Obviamente, invirtiendo todo, pretendiendo ignorar que cualquier comunidad de inmigrantes, de no nacionales, en cualquier sociedad, es en promedio mucho más joven que la media de aquella sociedad y trabaja mucho más y gana mucho menos, por tanto contribuye incomparablemente más con la producción de riqueza y con la seguridad social.

¿Cuál es el momento actual de la extrema derecha mundial?

A partir de los años setenta y ochenta, sobre todo a partir de la consolidación de la tesis del choque de civilizaciones, la extrema derecha toma a Israel como vanguardia de Occidente en la lucha contra el islam y abandona el antisemitismo, que pasó a ser un componente claramente minoritario en su discurso.

El blanco para a ser la inmigración, sobre todo si ella es musulmana. Y eso permite juntar el Sur del mundo con una característica que, para la extrema derecha, desde el punto de vista identitario, es central, que es la religión. Porque la extrema derecha nunca abandonó una descripción del Occidente blanco y cristiano que colonizó el resto del mundo ―hoy, visto como un Occidente judaico-cristiano heredero de las dos religiones monoteístas del Libro Sagrado. Eso es particularmente visible en las Américas, particularmente en Estados Unidos y en Brasil, a través de las nuevas iglesias pentecostales y evangélicas que dieron un giro de 180 grados en la visión que tenían de los judíos.

Esa es, por tanto, una de las evoluciones de la extrema derecha. Ella tiende a abandonar la dimensión del discurso negacionista del Holocausto, sabe que lo tiene que hacer, y se concentra en un nuevo enemigo, el islam. Ese racismo culturalista permite crear una plataforma de convergencia de todas las sensibilidades reaccionarias que describen al inmigrante como “el otro” y atrae a mucha gente que no comparte, o no compartía, muchas de las otras banderas de la extrema derecha.

Y después se suma otro punto, que es muy visible en el caso latinoamericano ―y en ese sentido el bolsonarismo es la versión más completa y más depurada de la extrema derecha―, que es el discurso de la dictadura cultural marxista. A partir de la tesis de que hay una dictadura cultural marxista de izquierda, la extrema derecha, en una escala internacional, avanza con la explicación de que aquella se habría impuesto a través de la escuela pública. Lo que significa que la universidad y la escuela pública serían formadoras de izquierdistas.

En el fondo, con esa tesis, ellos atacan todas las ciencias sociales, todo cuanto dicen la sociología, la antropología y la historia. Y en Brasil se llevó eso mucho más lejos, políticamente, y con más eficacia, con el movimiento Escuela sin Partido, cuya tesis es que todas las ciencias sociales son comprometidas, militantes y, por tanto, ninguna de ellas es objetiva. Todas ellas pretenderían, desde hace décadas, minar los fundamentos de la naturaleza, de la comunidad, del orden social: la familia, la patria, la nación, etc.

Hay incluso otra cosa que es muy visible en el discurso de Bolsonaro, y también en el de Trump, que ya existía con Berlusconi, que es el papel de las mujeres en la sociedad. Ya ni digo del universo LGBT, pero particularmente las mujeres. Es la tesis de que todo feminismo es radical, es una invención de la dictadura cultural de la izquierda y lo que pretende es legitimar una “ofensiva contra Dios”, como diría el ministro de las relaciones exteriores de Bolsonaro. Y, según ellos, ¿cuál es la mejor forma de agredir a Dios y al orden social y a la familia? Transformando el papel de la mujer en las familias y creando nuevas formas de familia.

Y la extrema derecha brasileña llevó eso mucho más lejos, no creo que del punto de vista de la formulación teórica, sino con mucho más éxito que en otro país.

Usted defiende la tesis de que el mundo vive una “transición autoritaria” desde el 11 de septiembre de 2011. ¿Y Brasil, en qué punto estaría en ese camino hasta el fin de la democracia?

Brasil es uno de los casos más avanzados, porque la agenda política del gobierno actual incluye un programa abierto, explícito, de represión e intimidación de los adversarios, amenaza de ilegalización del mayor partido de la oposición, represión sobre los movimientos sociales y amenaza de detención de dirigentes políticos de oposición. Las sociedades autoritarias no son simplemente aquellas en las que el Estado es autoritario, sino también en las que la sociedad es autoritaria. Lo que está por suceder es una intimidación sobre los adversarios que va a reducir la capacidad de maniobra de las oposiciones sociales y de la resistencia social —potencialmente es así, ahora falta ver los resultados de la realidad.

¿Eso es propio de un Estado neofascista?

Eso es propio de un Estado en transición hacia el autoritarismo que puede o no reunir todas las características clásicas del fascismo. Pero eso es como la democracia. ¿Los Estados en los que vivimos son puramente democráticos? Yo tengo muchas dudas en relación con eso. Cuando hablamos de regímenes fascistas y regímenes democráticos, hablamos de procesos de construcción permanente de la democracia y también del fascismo. La transición autoritaria comienza cuando se degrada la democracia. Y termina cuando ya no hay democracia. Falta ahora establecer si ya no hay democracia en Brasil.

¿Usted considera que el gobierno de Bolsonaro tiene características suficientes para ser llamado fascista o neofascista?

El fascismo no se impone, como dije, de la noche a la mañana: el programa de gobierno de Bolsonaro es socialmente tan reaccionario y, en su tentativa de fundir los intereses de las derechas políticas y económicas de Brasil, tan ambicioso que deberá evaluar la necesidad de usar una violencia institucional, paralegal, que está fuera del alcance de cualquier gobierno democrático. Si no duda en usarla, la práctica será muy cercana del abordaje fascista. El discurso que tiene sobre los movimientos sociales y políticos que se le oponen, sobre las mujeres, las minorías étnicas, la familia, la nación, Occidente, configura un neofascismo adaptado al Brasil del siglo XXI.

Quien defiende que el gobierno de Bolsonaro no es fascista dice que es imposible que haya 50 millones de fascistas en Brasil. Pero yo pienso en la frase que usted escribió en un artículo recientemente: “el régimen fascista no se sustenta solo con fascistas”.

Nunca, en ningún momento de la historia él [el régimen fascista] nació o se consolidó solo con fascistas. La indiferencia es tan central en la sustentación de un régimen como lo es el nivel de apoyo. Es totalmente ahistórico y asocial imaginar soluciones políticas, por más totalitarias que ellas sean, apoyadas por 100% o 99% de las personas. Ellas solo sobreviven si tuvieran una minoría muy escasa y sin apoyo, o sin suficiente apoyo, que se le resista y sobre la cual se pueda ejercer esa represión “económica”. Y necesita tener un nivel suficiente de apoyo, que hasta puede ser muy reducido, desde que haya una gran mayoría de indiferentes o intimidados. Y en todas las soluciones autoritarias hay una economía de la violencia, no se ejerce violencia sobre todos. Cuando se exagera, cuando se pierde el control del ejercicio de la violencia, la reacción puede ser demasiado fuerte y puede provocar, por ejemplo, una guerra civil y la derrota del régimen opresor.

Volviendo a la cuestión del ataque a los movimientos feministas, ¿ese discurso machista, de retoma de poder, es una de las características de ese nuevo fascismo?

Hay una evidente falocracia y un neopatriarcalismo en todo esto. La extrema derecha raramente asume abiertamente la defensa de la desigualdad social y política entre hombres y mujeres: se limita a defender lo que era la familia tradicional. Muchos de los discursos que la extrema derecha tiene desde 1945 son discursos que transforma al perpetrador en una víctima.

Por ejemplo, los excombatientes de guerras ofensivas perpetradas por varios países occidentales en víctimas de la propia guerra; en Brasil, transformaron los militares que torturaron en víctimas de la guerrilla de izquierda, de la misma forma como en los Estados Unidos transformaron los combatientes de la Guerra de Vietnam en víctimas de los vietnamitas.

La misma cosa es hecha con los hombres hoy, como se hace con el patrón que es víctima de empleado que no trabaja y está poderosamente defendido por un sindicato, el patrón sometido por el Estado que le roba los impuestos. Se reinventa la organización de la sociedad y se invierte todo: el hombre, al final, es quien es víctima de las mujeres feministas, o el empleador es víctima del empleado… Y de esta forma recupera como víctimas de la contemporaneidad, de la democratización de las relaciones sociales, aquellos que eran/son los grupos dominantes.

Si en Europa la extrema derecha usa la “amenaza” de la inmigración para fomentar el discurso de miedo y ganar votos, en Brasil el demonio es el comunismo, aunque ellos aparentemente ni sepan muy bien lo que es y quien sea comunista.

Pero saben porque usan el comunismo. Es muy revelador en el bolsonarismo como recuperaron todo el lenguaje anticomunista de los años sesenta y setenta. Brasil tiene dos partidos comunistas, el viejo Partidão y el PCdoB, que son comparativamente menores en relación con otros países, y fueron aliados menores del PT en el poder. Será todo, menos razonable, decir que hay una “amenaza comunista” en Brasil —al contrario de lo que sucedió en Portugal, en donde estuvieron en el poder, en Francia y hasta en España, en donde en determinadas regiones gobernaban. E incluso así, ellos recuperaron directamente el viejo discurso anticomunista. Es también, una cuestión de memoria, y eso tiene un significado particular porque ellos saben que todavía funciona.

¿Y ese ataque a las universidades no es también una cosa nueva, verdad?

Todos los Estados autoritarios atacan a las universidades. Todas las fórmulas políticas, y sobre todo cuando se transforman en Estado, quieren tener sus instrumentos de formación y de encuadramiento —y las escuelas y universidades son algunos de ellos— y quieren tener, al mismo tiempo, un grupo de intelectuales orgánicos que consigan formular, con un discurso relativamente erudito y otro, más abierto, volcado a las masas, aquello que es su ideología.

Antes de que las extremas derechas del siglo XX atacaran la educación pública, ya la Iglesia había atacado la educación pública en el siglo anterior. Las derechas describieron el Estado de la formas como las iglesias siempre lo hicieron, acusándolo de querer adoctrinar a los niños y robarlos a las familias —después de que las iglesias habrían querido enseñar a los niños todo sobre la familia, sobre identidad de género, sobre sexualidad, orden y obediencia. Esa disputa de hegemonía a través de la educación entre los Estados liberales, y después democráticos, y las iglesias hoy es reproducida por la extrema derecha que acusa a todas la ciencias sociales, todas las humanidades de tener una versión abiertamente ideológica.

El discurso del gobierno actual en Brasil es que la formación debe seguir una lógica utilitaria y que cursos como filosofía y sociología no traen dividendos para la sociedad.

En Portugal, hasta el final de la dictadura salazarista, no había sociología, antropología o psicología en la universidad. En todos esos casos solo había cursos en las escuelas de formación de funcionarios coloniales. Una visión utilitarista. Más allá, las primeras ciencias sociales del siglo XIX nacen para ayudar a la dominación, para el conocimiento de los pueblos colonizados. Sucedió también en Brasil, era para conocer a los indígenas.

De repente, cuando la ciencia pasó a ser un instrumento de emancipación, lo detentores del orden pasaron a no gustar de ella y a entender que ella es pecaminosa, blasfema o, en su versión en el siglo XX/XXI, militante. Desde Galileo fue así. O sea, todo lo que yo investigo, interpreto o concluyo con una metodología científica de la interpretación de la realidad es simplemente un discurso que sustenta una ideología.

La vieja batalla de la fe versus la ciencia.

Para esta extrema derecha religiosa, lo que cuenta es el texto sagrado, es una descripción de la naturaleza hecha a partir de lo sagrado, y que es inmutable. Ese debate tiene miles de años. Y, por tanto, este ataque no es ninguna novedad, y digamos también que no es exclusivo de la extrema derecha. Pero es muy grave lo que está pasando ahora: el neoliberalismo comenzó a revertir una política de inversión en la educación que venía desde los años 40, en varios países occidentales, y entra en el discurso de que la universidad tiene que ligarse al mundo del trabajo —que es el mundo de la empresa, la verdad—, de que la universidad —y la escuela en general— debe mostrar su carácter práctico, y que por tanto es un desperdicio de bienes públicos formar a esa gente. Y peor incluso si son un “bando de rojos”.

¿El bolsonarismo es una fórmula que puede extenderse por América Latina?

Creo que tiene algunas características que le permitirían claramente expandirse. El bolsonarismo es, sobre todo, una sumatoria de nostalgia de la dictadura militar, con demagogia anticorrupción y un discurso político centrado en la cuestión moral. En la cuestión puramente moral, dos de los líderes de las derechas clásicas que subieron al poder con el apoyo de la extrema derecha, Silvio Berlusconi y Donald Trump, son hombres que no pueden reclamar probidad alguna en su vida profesional tributaria y familiar. Eso no impide que, en ambos casos, puedan hacer discursos profundamente reaccionarios sobre la familia. Berlusconi decía un discurso sobre la familia después de públicamente meter mano a las mujeres. Trump es la misma cosa. Por tanto, el bolsonarismo es simplemente la sumatoria de esa nostalgia de la dictadura, discurso sobre la corrupción —por tanto demagogia moralista—, a lo que se suma después una conexión con el mundo evangélico. Y si esas tres condiciones existieran en otras sociedades latinoamericanas, el bolsonarismo podría expandirse, conseguiría replicarse. Y creo que hay características muy semejantes en la derecha venezolana, mexicana, argentina y chilena, para que eso suceda.

Traducción Diajanida Hernández

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