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Vidas que no se registran

Los días de Iriana en la calles de Recife: con un bebé y sin documentos

Reportagem
9 de setembro de 2019
13:07
Este artigo tem mais de 4 ano
Idioma Español

Su hijo nació con el gobierno de Bolsonaro. Por seis días vistió la bata verde del hospital, pues no tenía ropa ni toalla. Fue criada por la tía y relató haber sido violada por el tío a los 10 años de edad. Huyó de esa violencia, se fue a las calles y dejó de estudiar. El primer baño de Gabriel fuera del hospital fue en una lanchonete (pequeño restaurante) de calle. Vi a Iriana durmiendo en el colchón, junto a su hijo.

Aquel precioso bebé en la calle señalaba, una vez más, que todas las políticas fallaron. Existen 11 millones de mujeres en el Brasil, como Iriana, que crían a sus hijos ellas solas, sin ninguna red social de apoyo. Casi 60% de esas madres viven en situación de pobreza.

Flaca, casi no se notaba que Iriana Elísio do Nascimento, de 31 años, estaba en el séptimo mes de embarazo. Cerca del parto, en diciembre del año pasado, la barriga creció y comenzó a verse, Iriana también. Gabriel pateaba dentro de ella y las personas pasaban preguntando para cuando era el parto, si era niño o niña, donaban ropas y pañales. Ella hizo el canasto completo en la calle Siete de Setiembre, en el centro de Recife, donde instaló su colchón y su vida hace más de una década. El hijo ya tenía conjunto nuevo para salir de la maternidad. Cuando un bebé que va a nacer, muchos se muestran sensibles.

La cama de Iriana en la calle quedaba, de día, entre un mostrador de bolsas de un vendedor ambulante y una mesita con jugadores de barajas. “Es mucho dinero que circula aquí”, comentó Iriana, que recibía monedas de quien pasaba. Conocía a todo el mundo, lo que le garantizaba el almuerzo y la cena todos los días. En una lanchonete de la calle, usaba el baño y se duchaba.

El primer viernes del año, Iriana comenzó a sentir un fuerte dolor en el vientrey fue caminando hasta el hospital público más próximo, que estaba a 1 km de la calle Siete de Setiembre. ¡“Grabriel, ayúdame!”, gritaba el nombre del sexto hijo que llevaba en el vientre, poco antes de partir. “El dolor aumentaba, la gente creía que yo estaba llamando al ángel Grabriel”. Alguna funcionaria del hospital aparecía, de vez en cuando, le abría las piernas y miraba la dilatación”. “Yo no aguantaba que me palparan. Entonces la mujer vino con la paleta y estalló la bolsa”, contó Iriana.

El día 4 de enero de 2019, a las 20h15, Gabriel nació en Recife, capital pernambucana. En Brasilia se iniciaba el gobierno Bolsonaro, Iriana comenzó a tener fiebre, sentía más dolor y frío. “Sufrí demasiado, parecía que toda la placenta había quedado adentro. Estuvo el resto del parto dentro de mí, me van a curar para sacarla”, contó Iriana, que aguardó el procedimiento cinco días solita en el hospital. Iriana pasa el día en ayuno, amamantando, pero una cesárea urgente surgía durante la noche y aplazaba la curación. “Nunca pensé que ifuera a tener que estar tanto tiempo en el hospital. Solo él me aseguraba”, señalando al bebé recién nacido.

Una de cada cuatro mujeres en el Brasil sufrió algún tipo de violencia obstétrica, de acuerdo con el estudio “Mujeres brasileras y género en los espacios público y privado” de 2010. La mortalidad materna afecta a 830 mujeres en el mundo todos los días y ocurre más en las áreas rurales y comunidades pobres, según la Organización Panamericana de la Salud.

Soledad

Parir sería doloroso y solitario, pensaba Iriana, “Josimar no soporta verlo”. El padre del niño, Josimar Gregório da Silva, de 32 años, tuvo una crisis convulsiva en la maternidad el primer día y fue llevado afuera, se ausentó los diez días siguientes. Él es el padre de sus últimos cuatro hijos, la pareja se conoció en la calle.

Por seis días vistió la bata verde del hospital, “los que no me conocen vienen a ver a mi hijo, y mi familia, que es mi sangre, no viene”. Hacía poco más de dos meses que yo la acompañaba toda la semana, estuve con ella desde el fin del embarazo a los primeros siete meses de Gabriel.

Volví para verla en la mañana del séptimo día en el hospital y fui informada por la recepcionista de que Iriana se había “evadido” sin hacerse la cura. Las otras pacientes dijeron que no soportaba un día más sola, sin comer y muriendo del dolor de cabeza. En una sala con aire acondicionado helado, la doctora informó que Iriana no obedecía el ayuno y que era normal que tuviera coágulos en el útero, pero la paciente no debía dejar de tomar el antibiótico.

Volví a la calle y encontré a Iriana sentada en una silla en la Siete de Setiembre, donde estaba su colchón, con Gabriel recién nacido en los brazos. “Sufrí y me escapé de allá”. Con aquel bebé de 47 cm y 2,9 kg en los brazos, comenzó a llorar.

Dependiendo de la calle “independencia”

“¿Dios mío, que hice para sufrir desde pequeña?…¿Cómo hubiera sido si tuviese a mi madre?”, se preguntaba. Iriana creció sin madre, sin padre y sin casa. Fue criada por la tía luego de haber sido violada a los 10 años de edad, lo que la hizo huir de la violencia, irse a la calles y dejar de estudiar, cursó hasta la 5ª serie. En la época, Iriana se lo contó a las tías, que creían que era una mentira de la niña. Una encuesta del Ministerio de la Salud reveló que los casos de violencia sexual contra los niños y adolescentes en el país, sumaron más de 141 mil entre 2011 e 2017. En cerca de 70% de los casos, la violencia ocurre dentro de la casa de las víctimas.

Iriana se hizo mujer en la calle, seis veces embarazada, la primera a los 15 años. Estudios muestran que el embarazo indeseado en la adolescencia ocurre más en situaciones de vulnerabilidad, y los casos son más frecuentes en las regiones Norte y Nordeste del Brasil.

En la Siete de Setiembre, donde fue a vivir, es conocida por los apellidos de Gallega (por tener la piel clara) y Maga (por ser bien magra), pero su nombre casi nadie lo conoce, los más “próximos” la llaman, casi siempre, Liliana. Se trata de una de las calles más tumultuosas del centro. En la esquina, sin salida para los autos, está la avenida Conde da Boa Vista, con un tránsito de casi 10 mil vehículos, más de 300 mil personas circulando entre establecimientos comerciales y 1.500 unidades habitacionales. Iriana no tiene recursos para vivir en ninguna de ellas, se refugiaba en los pasillos de las Lojas Americanas (ndt: una gran cadena de tiendas que se encuentra por todo el país), oyendo a un empleado anunciar promociones en un altoparlante durante el día entero.

Enfrente, está la tienda Marisa, con el slogan “de mujer para mujer”, pero Iriana nunca entra allí. De una lado, zapatería, lotería, de otro farmacia. En el medio, decenas de vendedores ambulantes, que también pasan el día gritando para atraer clientes. Y mucha suciedad y un barullo que ningún tímpano soporta oír todo el tiempo, mucho menos los de un recién nacido.

El primer baño de Gabriel fuera del hospital, con siete días de vida, fue en la lanchonete de la calle. Iriana había guardado ahí una bañera de plástico que obtuvo y consiguió hervir un poco de agua. Allí mismo, rasgó el embalaje de la ropita que el bebé usaría luego del alta en la maternidad y vistió al hijo. Volvió para la calle y presentó a Gabriel a sus conocidos. “¡Mira, nació su hijo, que bendición!”. “¿Es el niño que estaba en tu barriga, nació cuándo?”. “¿Qué bonito, cómo se llama?”; “Jesús tiene un plan de vida para ustedes”, decían las personas.

La soledad del hospital había terminado. No importaban más el dolor, la infección, las consecuencias. No pensaba en las horas siguientes: el socorro de alguien vendría, ella lo sabía. “Ellos van a venir a buscarme para llevarme al albergue”. Yo intentaba no intervenir en los acontecimientos para comprender cómo funcionaría la red de protección, pero tuve que llamar entonces al coordinador de la Pastoral de la Calle, fraile Marcos Carvalho, que vivía cerca. Él tomó contacto con el Centro de Referencia Especializado para Población en Situación de Calle (Centro POP) y la persona del otro lado de la línea respondió que ya estaban acostumbrados con Iriana, que ese no era su primer hijo, que ella siempre huye de los lugares, que irían, después, a verificar la situación.

“Pero está aquí con un bebé recién nacido en medio de la calle, y la demanda es urgente. Quiere ir a un albergue municipal, al hospital no vuelve. Ustedes tienen que venir”, el fraile insistía. Hasta que decidimos llevar a Iriana y a Gabriel, en taxi, a la unidad del POP, a 1 km de allí. La condujeron a otra maternidad, el Hospital Barros Lima. Amparada por funcionarios de la alcaldía, esa misma noche, Iriana fue fianlmente curada y quedó en observación por cuatro días, mientras tomaba el antibiótico.

“Aquí es otra cosa, ellos, ellos me tratan mejor. Yo le dije “gracias” a la mujer y ella me respondió “quédese tranquila”, comentó Iriana. En principio, las internadas vecinas de su lecho se extrañaron. Existe siempre el recelo de ser juzgada por desconocidos y maltratada, y eso la mostraba como un personaje con cara de pocos amigos. Pero una mujer en la cama de al lado la apoyó, ofreciéndole cuidados básicos. Trabaron amistad.

Seis hijos, sin dirección fija

Antes de conocer a Josimar, Iriana ya tenía dos hijos. Afirma que quedó embrazada del primero, Bernardo, hace más de 15 años. Pero sólo sabe el nombre de él, pues al bebé se lo llevó el Consejo Tutelar y nunca más tuvo noticias. “Ellos lo tomaron para “adopción”. Yo no entendía de esas cosas. Quería encontrarlo”.

Después vino Ana Clara, cuyo nombre está tatuado en el brazo de Iriana. Según ella, la niña tiene 13 años y vive con la abuela paterna, madre del compañero de la época, que fue asesinado. Iriana llegó a vivir con él en la favela de los Conejos, en Recife, y sufrió violencia. Él le pegaba.

Una vez más, la historia de Iriana se agrega a la estadística: una encuesta del Datafolha, publicada en febrero de este año, indica que 1,6 millón de mujeres fueron golpeadas o sufrieron tentativa de estrangulamiento en el Brasil, solamente en 2018. Del número total, 76,4% de las mujeres afirman conocer a su agresor.

Su actual compañero (Josimar), es padre de Gabriel, Leonardo, de 8 años, Vitória, de 7 años, una niña que murió en el parto, según Iriana por falta de atención médica. La madre de Josimar, Ana Maria da Silva, de 52 años, cría sola a los dos nietos mayores, Vitória y Leonardo. El niño quedó con la madre por dos meses en un albergue, después pasó seis meses en la calle hasta que la abuela paterna buscó el respaldo de la policía y del Consejo Tutelar. Ella quiso ayudar al bebé en su momento, pero estaba en situación de riesgo, y hasta hoy es quien cuida a Ana.

La abuela también cuida a Maria Vitória, que vino a vivir con ella a los 4 años, cuando Iriana aceptó hacerse un tratamiento por la dependencia química. “De Vitória y Léo, yo siempre voy a ser la madre. Los quiero tomar de vuelta, ella (Ana) tiene un derrame. Esos niños son todo para ella”, dice Iriana.

Su discurso era que Gabriel sería el último hijo, pero explicaba que no le era fácil conseguir la ligadura de trompas en el SUS (Sistema Único de Salud). En el Brasil, el procedimiento puede ser hecho sin costo en mujeres y hombres mayores de 25 años o por lo menos con dos hijos vivos, pero muchas veces las mujeres se ven obligadas a recurrir a la Justicia para ejercer ese derecho. Ella hablaba también de otros métodos contraceptivos, que en la situación de calle no funcionan bien.

Las personas que conocían un poco su historia, decían que Iriana debería “parar de traer hijo al mundo”. ¿Pero cómo exigir que ella, solísima y vulnerable, pensase en planeamiento familiar, si sólo con un bebé en el vientre empieza a ser vista por las personas y el gobierno?

Sin estar embarazada, la red de asistencia social de la capital pernambucana no tiene mucho que ofrecer a la población que hace de la calle su vivienda. No tiene restaurantes para alimentación popular gratuita, ni refugios nocturnos para dormir. Existen dos unidades del Centro POP, con atención durante el día, además de servicio especial de abordaje y el Consultorio en la Calle, que hizo el prenatal de Iriana.

Ser bien tratada en el (segundo) hospital le permitió a Iriana comenzar a planear el futuro con más ánimo. Pensaba en ir al dentista a colocarse una prótesis en lugar de los dientes quebrados por causa del vicio de crack. “En el albergue va a estar bien, Gabriel va a ser muy bien cuidado. Vamos a poder ir a la playa, que está cerca. Yo voy a salir de la calle sólo cuando tenga mi casa”.

Pero quería noticias de Josimar. Así que tuvo el alta hospitalario y fue para el primer refugio municipal en la Casa de Pasaje Diagnóstico. Iriana volvió a la ciudad para buscar al compañero. Estaba toda arreglada, como yo nunca la había visto: vestido negro justo, lápiz labial rojo, cabellos recogidos. “Fue la Gallega que me prestó todo”, se refería a Graziele, nueva colega de cuarto en el albergue. Gabriel también estaba con ropa nueva y perfumado. No encontró a su padre.

En la semana siguiente, Iriana dejó la Casa de Pasaje para ser recibida en la Casa Recomienzo, albergue municipal donde podía quedarse de seis meses a un año con otras 40 mujeres y niños. “Quiero ser gente ahora, cosa que nunca fui”, dice. Entró en un curso de peluquería, se tiñó el pelo de rojo, se maquilló las cejas. Las ojeras hondas disminuyeron, engordó un poco. Mis visitas frecuentes también sirvieron para mantenerla con el propósito de mejorar, pues yo demostraba interés en la evolución. “Si no fuese por ti, yo estaría derrumbada en las calles”, afirmó, y me llamaba para contarme novedades o para preguntarme cuando iría a verla.

Yo era la periodista que escribiría sobre Iriana, pero la “entrevista” nunca finalizaba, entonces ella empezó a presentarme como colega y por fin, como la “madrina de Gabriel”. Muchos desconfiaban que yo fuese asistente social o alguien interesada en quedarme con el bebé, pues las ayudas que acostumbraba recibir eran para urgencias inmediatas, para la sobrevivencia, no había una presencia continua como la mía. “Por qué tú no le das el niño a ella?, preguntó un hombre en la calle. “Da los tuyos, que tu no crías”, respondió Iriana. No era mujer de aceptar deshonras.

Salíamos a conversar en la playa, en la plaza cerca del albergue, pasear en el centro. Fuimos a visitar a la suegra y a su hermana. Cuando el asunto era la familia, el pasado o los hijos, Iriana se emocionaba. “Nadie nunca me dio tanta atención”, comentó una vez con los ojos mojados.

La gerencia de la Casa Recomienzo notó que Iriana estaba más determinada de que en las estadías precedentes, con los hijos anteriores. “Tal vez por la cantidad de sufrimiento en relación a los otros hijos; ella estaba mucho más activa y participativa, en el sentido de “este hijo yo no lo pierdo”, apuntó Hugo Melo, jefe del sector de acogida. Ella jugaba con Gabriel, que se lo retribuía con risas y ojos brillantes. Lo amamantaba libremente. “Guinho está atento, extrayendo la mayor onda. El negocio de él es ése: comer y dormir”, dice Iriana.

En la casa de la suegra

Al llegar a la casa de Ana María, la abuela no quiso mirar al bebé de 15 días en los brazos de la nuera. Dejó claro que no tenía condiciones para quedarse con el tercer nieto. “Ella (Iriana) tiene que darlo a quien pueda criarlo, yo con esos dos”, dice. Mientras, Léo y Vitória se disputaban para cargar y acariciar al nuevo hermano. “Madre, yo quiero quedarme con él (Gabriel)”, habló Léo para la abuela.

Ellos viven en una choza de dos ambientes en Dois Unidos, periferia de Recife. Los nietos duermen en la cama de matrimonio con ella, que todavía tiene cinco hijos varones, Josimar es el mayor. Cuando él se cansa de la calle, duerme en el sofá.

Antes de irnos, Ana tomó el niño en sus brazos y se dio cuenta de que se parecía más a ella que los otros. “Quedo con la cabeza perturbada, cuidando a uno y a otro. Pero mi apego mayor aquí son ellos (Iriana y Josimar). Los nietos están bien conmigo”, dice Ana, olvidando a Gabriel.

Salió de Recomienzo y no volvió

El bebé fue creciendo y la condición de Iriana en el albergue cambiaba muy poco. Ella abandonó el curso de peluquería porque Gabriel lloraba mucho. Pasó a hablar mal de la Casa Recomienzo. “Aquí está muy mal, no tengo nada que hacer, duermo temprano. La diferencia es que tengo un techo”. Se sentía aislada. “Me da tristeza, soy sólo yo y Gabriel, no tengo familia”.

La soledad se manifestaba nuevamente en la rutina de Iriana. Quería la atención que experimentaba en la calle. “No tengo abrigo, la persona sólo vale lo que tiene. En la ciudad, yo voy andando, hablo con uno y con otro. Mi hijo tendría todo”. En el albergue había reglas, horarios y obligaciones que cumplir, ella no soportaba eso por mucho tiempo. Si volviese a la calle no precisaría hacer el tratamiento para interrumpir la adicción al uso de crack, que consistía en terapias grupales y medicación, limitada, en el caso de ella, por causa de amamantar. “El psiquiatra dice que estoy así porque me siento sola”.

Las historia de vida semejantes entre las mujeres del albergue servían para unirlas, pero también eran motivo de conflictos. Las drogas de una entorpecían el tratamiento de la otras, ellas vivían entre recaídas y lazos con los traficantes. Luego, surgían malos entendidos y hasta peleas, lo que condujo a Iriana a salir “huida” una vez más, cinco meses después de haber entrado en la Casa Recomienzo.

Fue a pedir refugio a la suegra, lejos de allí. Se quedaría hasta recibir el auxilio del gobierno de R$ 200 (50 dólares). Alquilaría un cuarto con ese dinero más el de Bolsa Familia de R$ 131 (35 dólares). Iriana ya conocía bien el camino ofrecido por la gestión pública: salir del albergue y recibir el alquiler social con un kit para “recomenzar” la vida (horno de dos bocas, ollas, platos, colchón y una cesta básica de alimentos).

Pero las opciones que son dadas para que Iriana y mujeres como ella salgan de la calle, fallan. Uno de los obstáculos reside en la falta de comunicación entre las áreas de asistencia de la salud, de la educación, de la vivienda y del empleo, como evalúa el jefe de la Casa Recomienzo, Hugo Melo. “La política (pública) es muy rica, pero cada uno actúa en sus cajitas, hay que hacer valer la palabra ‘red’ para tratamiento del usuario”.

De vuelta al colchón en la Siete de Setiembre

Pasados seis meses buscando otra salidas, Iriana retornó a la Siete de Setiembre. El cuarto que planeaba alquilar no se concretó, el dinero del auxilio para alquiler todavía no llegó. No consiguió quedarse ni un mes en el sofá de la suegra. “Yo no la eché para afuera, la recibí a ella y a Josimar, incluso no teniendo espacio. Todo lo que podía hacer, lo hice”, explicó la suegra Ana María. ¿Y Gabriel? “El niño lloraba mucho, sólo está tranquilo en el pecho”. Iriana dice que no le gustaba ver a Vitória ya Léo criados junto con dos tíos en casa de la suegra. “Estaba viendo que vendría la hora de saltar sobre uno de ellos”. Prefirió quedarse lejos.

Yo me encontré con Iriana durmiendo en el colchón y el hijo acostado al lado. Aquel bebé precioso en la calle, señalaba que todas las políticas fallaron una vez más. Era la mañana de un miércoles, la ciudad estaba movida. Intenté tomar a Gabriel sin que ella lo percibiese. “¿Tú piensas que estoy dormida, eh?”, se despertó asustada antes de que yo consiguiese tomar al niño del colchón. Tuve la idea de amarrarle el pie al cordón del vestido. Gabriel se revolcaba en el colchón, reaccionaba a los juegos, mantenía el brillo de su mirar.

Aprovechó que yo había llegado para quedarme con el niño y fue a bañarse en la lanchonete vecina. No se lo confiaba a casi nadie. Después, llevó a Gabriel para también bañarlo y le roció un perfume prestado. Lo mejor que ella podía ofrecerle al hijo estaba ahí, en la calle, viendo sonreír a las personas que pasan, juegan con él y donan (casi) todo.

Josimar aparecía de vez en cuando, borracho. Los otros hombres de la calle ayudaban a Iriana a cargar el colchón en la noche para otra sitio, donde el lugar era más alto y estaba protegido de la lluvia. Era período de invierno, en Recife no hace tanto frío, pero llueve prácticamente todos los días. Durante ese tiempo que acompañé la vida de Iriana, imaginé que ella estaría en un lugar protegido con Gabriel. No supe cómo despedirme de ellos en la calle. No tuve más un día de lluvia sin dejar de pensar en ellos.

Una vida sin registro en el nuevo gobierno

Gabriel cumplió 8 meses apenas con la declaración de nacido vivo del hospital, no tenía partida de nacimiento porque su madre había perdido la cédula de identidad y, por tanto, no podía registrar al hijo legalmente. Funcionarias del albergue municipal informaron que no es fácil conseguir gratis el documento de Iriana y, en otra ocasión, dijeron que no tenían papel para emitirlo. En setiembre, el niño todavía no se había convertido en ciudadano brasilero, por ser hijo de una habitante de calle.

Distante de los nuevos planes hechos en Brasilia, un niño nordestino crece desconocido, sin futuro definido. Iriana no votó en las últimas elecciones porque no tenía identidad, no eligió al nuevo presidente ni al gobernador. Pero su vida y la de su hijo dependían, principalmente, de la política de asistencia social, que se muestra cada vez más desvalorizada en el país, con cortes presupuestales desde 2014 (ndt: primera presidencia de Dilma Rousseff).

Cuando volvió a la calle con Gabriel, algunas personas que me veían cerca comentaban que “no hay caso”, que ella “prefería” quedarse en la calle viviendo de donaciones, sin hacer nada. “El pueblo piensa que es fácil. Dame sólo un día de tu vida y toma uno de la mía para que veas lo que es. La persona no sabe si va a despertarse al día siguiente”, dice Iriana. Un día, estaba en el colchón y una mujer pasó delante de mi morada diciendo: “mira ahí que vida buena”. “Yo me levanté y la mandé a acostarse”, respondió.

Muchas mujeres como Iriana no son vistas, ni son contadas. ¿Cuántas existen en Recife, en Pernambuco, en el Nordeste o en el Brasil? No lo sabemos exactamente porque no hay un diagnóstico amplio, con transparencia y regularidad. Lo que hay disponible es el dato de 125 mil familias en situación de calle inscriptas en el Catastro brasilero, hasta junio, según el Ministerio de la Ciudadanía. Estimaciones no oficiales evalúan en 1,8 millón el número de personas viviendo en locales improvisados desde 2005 (ndt: primera presidencia de Lula).

Recife hizo un censo en 2016 que identificó a más de mil personas en las calles, número cuestionado por los movimientos sociales. La propia alcaldía admitió una sub-notificación. En 2018, entre los que fueron atendidos en los Centros POP, 642 eran mujeres, 39 de ellas gestantes, entre ellas Iriana. Yo me aproximé a su historia para contar, no en números, sino la dimensión, la narrativa de una mujer embarazada en la calle.

Un recorte

“ Yo quisiera que la historia que usted escribiese tuviera un final feliz. Sería lindo decir: ella consiguió una casa, con el esposo, para cuidar de los hijos”, me dijo la monja Luana, que también acompañó a Iriana por un tiempo.

Recordé lo que Iriana me dijo, todavía en el mes de marzo, cuando acababa de entrar en el albergue: “Mi sueño no terminó, ¿viste?” ¿Cuál sueño? “El de tener mi casa, para poder cuidar de mis hijos y encontrar al otro (Bernardo, cuyo paradero desconoce)”. Al final de junio, ese escenario se desmoronaba, pero ella buscaba alguna forma de resistir. Resolví pasar por la calle Siete de Setiembre de noche, en el peor horario del centro. Encontré a Iriana con cara de asustada. Tomé a Gabriel, él lloró. Volvió a los brazos y al pecho de la madre. Se durmió acunado por Iriana. “Yo voy a salir de esta situación”. .

Traducción de Ernesto Herrera – Correspondencia de Prensa.

Publicado en el sitio Correspondencia de Prensa. Lee la versión portuguesa aquí.

Flávio Tavares/Agência PúblicaAgência Pública

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